jueves, 4 de agosto de 2016

Ya nadie habla de toros en los bares



Café Gijón, 1963




Este texto puede hallarse en el boletín de la Asociación El Toro de Madrid, "La Voz de la Afición", que tuvieron a bien publicar este recuerdo de adolescencia y una reflexión ya no de tan joven. Desde aquí les doy las gracias.

El boletín íntegro se puede leer pinchando aquí



De aquellos días conservo intacta la imagen de Efrén Acosta devorando un cuarto de cordero asado, arrellanado en la silla del restaurante familiar, como si estuviese sobre su montura de piquero listo para saltar al ruedo, rebañando un hueso con una mano y con su inseparable bote de chiles picantes en la otra. Recuerdo de él su tez aceitunada que delataba su origen, y su cuerpo orondo y chaparro como un tonel. Se alojaba en el hostal Matute, como tantos otros, y solía acudir a almorzar acompañado de la cuadrilla de Víctor Mendes. Todos, incluso los no aficionados, le conocían; todos sabían quién era Efrén. Allí no había censuras ni recelos, nadie se cuestionaba que ese mexicano  era un bloque de honestidad. Y cuando contaba alguna de sus peripecias la parroquia del bar se agolpaba para escucharle. Se entreveraban las anécdotas y las preguntas curiosas con las cañas de cerveza y las raciones de bravas, sin juzgar si estaba bien o mal lo que ese hombre contaba. Todo era espontáneo, nada forzado.

Una tarde Efrén no paró de evocar recuerdos suntuosos de sus logros como picador. Venía de triunfar en Valencia con Zotoluco, quien le brindó el toro que él mismo había picado, y tan a gusto se encontraba en la sobremesa que rememoró esos grandes momentos suyos, de cuando iba en la cuadrilla de Armillita, de lo mucho que lo idolatró, de aquella vez en México cuando cobró cuatro varas y fue obligado a dar la vuelta al ruedo sin descabalgar del jaco… Tampoco sabíamos que las dos entradas que nos ofreció entonces eran para la tarde de los victorinos en la Feria de Otoño, la que a la postre supuso que Efrén Acosta descollase como el mejor picador de ese año (de aquella tarde Joaquín Vidal escribió que la actuación del picador mexicano “fue de las que hacen época. Los tres puyazos que tiró, tendiendo la vara en el momento del embroque, aguantando de frente la acometida según establece la tauromaquia, causaron un inusual alboroto. El público en pie correspondía con sus ovaciones a una lección de toreo puro que para muchos era desconocido. Y, sin embargo, así se pica”).

Han pasado quince años de aquello; ahora ya nadie habla de toros en los bares. Nadie sabe quién es Perera, ni qué ganadería es Garcigrande. Ni que los toros tuvieron en 2014 un impacto de más de 3.550 millones de euros en la actividad productiva del país. O que la Administración Central recibe 45 millones por el IVA de la taquilla taurina y a cambio destina a los toros cero euros, frente al cine que aporta 27,7 millones por esa partida y recibirá ayudas por 60 millones. Hablar de toros en la calle, lo que era costumbre en la vida de barrio, ahora es una utopía. Ya no hay niños jugando al toro en las plazuelas. Nadie ajeno a la fiesta tiene la inquietud de entonces, curiosidad por preguntar, conversar sobre una corrida, y puede que en parte sea porque no hay nadie en un bar hablando de toros, o porque en el trabajo solo saben quién es Manzanares por la portada del Qué me dices.  Hemos dejado de actuar por instinto, como ciudadanos libres, esos a los que ampara la ley, y nos hemos entregado a la tarea de pedir perdón por albergar una resolución sincera y sin cadenas. Y aquella vida añeja, que es la nuestra, es la misma que hemos ido enterrando poco a poco.

Se nos ha desvanecido el tiempo enfrascados en censurar a Villasuso, en escribirle un libro a Urdiales, o en protestar porque el caballo sale al ruedo por esta o por aquella puerta. Nos hemos enquistado en entrar al trapo de las redes sociales, contra todo y contra todos, cuando toda la vida de Dios, frente al charlatán que insulta, uno ha pasado siempre de largo ignorándolo, y ahora le deslizamos una alfombra roja para que se siente con nosotros en el salón de nuestra casa. Los que pasamos por taquilla nos hemos empeñado en salvar la Tauromaquia allí donde hacen falta padrino y avaricia, pero nunca los aficionados se han sentido cómodos en los despachos. Nosotros somos los del barro, los curritos que arrimamos el hombro y salimos a la calle con el mentón en alto, esos que rechazamos ese sigilo que nos paraliza cuando confesamos que nos gustan los toros, lo que antes era cotidiano y ahora parece una provocación. Nos hemos pasado tanto tiempo hablando de ellos, los taurinos y los antis, que se nos ha olvidado hablar de nosotros. Se trata más de un decoro vital, de una manera coherente y dignísima de vestirse por los pies. Bastaría con entrar en el bar de debajo de casa y pedir al camarero una caña y el periódico, y abrirlo por las páginas de toros, por enflaquecidas que estén; sería más que suficiente con despedirse de las amistades con un saludo desde el tercio. Sería saludable convidar a ese buen amigo a una corrida, encastada a ser posible, sin miedo al paralizante "qué dirán". Ser naturales, y dejar de aparentar serlo. Quizá esa desidia nuestra, esa dejación en las funciones del aficionado de a pie, como creyendo que mientras lo supiésemos nosotros ya era suficiente, ha hecho que se evaporase lánguidamente aquella inquebrantable fuerza de la costumbre. Hablar de “normalización” es reconocer que somos extraños, darles todas las ventajas a los demás. Hemos visto a tantas veces la paja en el ojo ajeno que no somos capaces de reconocer que nosotros también estamos llenos de complejos.


De aquella tarde exuberante en Valencia, de la que únicamente se salvó el toro que Zotoluco brindó a Efrén Acosta, nos dejó escrito Joaquín Vidal esta sentencia: “Y así está la fiesta, de vacía y monótona, con un futuro oscuro y problemático como el reinado de Witiza”. Quince años después el destino sigue escrito. Puede que sea hora de salir otra vez a la calle, y empezar a creernos que los raros son ellos.










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