Cuando, remontando Tirso de Molina, atisbaron al del traje
azul oscuro-mentón afilado, gafas de sol ochenteras, patillas curradas, y un
flequillo que no llega a ser tupé - uno de los hipsters le suelta al otro:
-Mira tío, el Johnny Cifuentes. El de los Burning.
Y yo quería decirles que no, que era Carlos Escolar,
Frascuelo, matador de toros, que vamos ahora a echar un rato con él, con los de
La Orson, hipsters como ellos, postureo del fino, que lo underground ahora es el activismo
taurino, en una cava subterránea para
más inri, en una bodega enterrada bajo tierra, como una timba furtiva . Como si
lo proscrito nos atrajese únicamente porque quieren prohibirlo.
Pero veo a Frascuelo ganar el vano de la librería donde vamos
a oírle hablar de toros, y me sumerjo como muchos otros en las bodegas de
Madrid, dejando a los hipsters atusándose la barba y haciendo apuestas de
cuántos de los Burning quedan vivos.
Con un vocabulario ya en desuso, con ademanes de puro
castizo, acompasado por gestos que reforzaban un discurso conocido por todos
pero ignorado por la mayoría, un discurso torero de palabras ya difuntas, con
un silencio de ópera, Frascuelo nos transportó a un tiempo que se paró hace cuarenta años, y reconoció lo bonito que era para él hablar de toros en un sitio así, “aunque
parezca que estamos en un búnker de refugiados, como si fuésemos
tránsfugas". Porque el toro, para él, es una expectativa, una manera de
expresarse, y una fiesta de costumbres del pueblo español (“aunque la fiesta de
los toros no es nacional, no lo olviden; la fiesta de los toros es de todo el
mundo”) en un tiempo donde todos los niños querían ser torero, o boxeador o
cura, tres cosas muy importantes
entonces, y que hoy no sólo están mal vistas, sino casi perseguidas.
“De muy chico yo ya iba a las capeas con mi padre, que era
un fenómeno, en una bicicleta que él tenía. Con 12 años en Vaciamadrid fue mi
primera vez: le pegué tres muletazos a una vaca- que eran las que
arreaban- y luego ella me tiró… que
también fue mi primera vez. Por entonces conocí a un primo de la Pantoja, me
llamó la atención su sombrero cordobés, conocía a todos, muy aficionado; fue el
primero que me decía donde eran las capeas y así me inicié. Luego conocí a un
banderillero que era muy conocido entre los taurinos, Calderón, que era familia
del Calderón sevillano que descubrió a
Belmonte. Él me presento a los Álvarez, que fueron como una familia para mí,
los que me empezaron a apostar fuerte y a ponerme en todas los carteles. Todo
va sobre ruedas, y es ahí cuando se da uno de los puntos de inflexión de mi
carrera: la muerte por accidente de Luisito Álvarez. Me paraliza, como un
bloqueo. Pienso en dejarlo, al no estar ya Luisito conmigo. Entonces fue cuando entré en la casa Balañá. Don Pedro Balañá me convenció (en contra de su
mala prensa, tengo que decir que don Pedro era un gran taurino. Con sus cines,
sus teatros, pero era gran aficionado, llenaba más de una plaza en Barcelona
simultáneamente. Lo que no le gustaba era lo que rodeaba a los taurinos, esa
manera de “manejarse”. Pero yo tengo un gran recuerdo suyo). Entré todas las
plazas de la familia, pero yo lo que quería era torear en todas las ferias. Y
ahí apareció la Casa Chopera. Vicente Zabala ya lo había puesto en un titular
en grande en ABC: “Frascuelo entra en la Casa Chopera”. Nunca olvidaré la noche
que pasé en el tren desde Madrid a Barcelona, para explicarle a primera hora de
la mañana a don Pedro el titular. Para mi asombro, don Pedro más que enfadarse,
una vez más, se comportó como un señor, y entendió mi postura, dejándome la
puerta abierta si las cosas con los Chopera no funcionaban. Y en el
setentaycuatro tomo la alternativa en Barcelona, de manos de Curro Romero, con un toro de Juan María
Pérez Tabernero. El otro era Paco Alcalde, quien también recibía la alternativa.
Yo ya estaba en figura, iba todo rodado, hasta que pasó lo del Bilbao: cornalón
gravísimo, que me tiene parado un año. Y luego ya todo cambió…”.
Y ya no hubo más biografía ni más memoria de la trayectoria
de Frascuelo. Es como si lo que vino después no tuviese importancia. Lo más
reciente parecía lo más lejano. Y ahí Frascuelo, lacónico y entrecortado, ya
sólo habló de su credo y de su manual de
andar por la vida como un torero:
“Ahora se hacen cosas técnicamente inimaginables, pero
carecen de alma, y no llegan a los tendidos. Puede que eso explique muchas
cosas”.
“Antes había hambre, no sólo por ser entrar en las ferias,
también en los tentaderos, era difícil incluso
que te dejasen hacer tapia. ¡Incluso era difícil llegar a las ganaderías! Yo le debo mucho a los trenes de mercancías. Incluso
en los tentaderos había jerarquía, respeto. Ahora los chavales si no les gusta
te dicen: ` siguiente vaca, maestro´…”.
“Yo le llamo Napoleón. Conozco a Simón Casas desde que quiso
ser torero. Y creo que puede traer ideas nuevas, porque las tienes. Un bombo
donde se sorteen toros y toreros… y que me meta a mí en San Isidro, alguien
nuevo y con ganas”.
“Las dos cosas más importantes de la vida son parir y darle
seis muletazos a un toro en Las Ventas. Y yo sólo puedo hacer una de ellas”.
“No es lo mismo movilidad que desplazamiento. El toro de
antes se desplazaba, y te aguantaba diez, luego ya no podías darle ni uno. Lo
de ahora se mueve. Pero es otra cosa”.
Y así salimos de las profundidades del Madrid sepultado, pensando en cuánto invierno nos durará el
relamernos con la torería del decano, antes de que la realidad del día a día nos
devuelva de un sopapo a esa realidad que nos anega día a día, la que diseccionó
Frascuelo bajo la bóveda orsoniana y
clandestina de ladrillo visto.
Y los hipsters sin saber lo que se pierden.
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