jueves, 15 de junio de 2023

Qué no daría yo por empezar de nuevo





 

Texto originalmente publicado en el boletín de  La Asociación El Toro de Madrid.


Qué no daría yo por repartir este boletín y que no me lo rechazasen ―como hacen la mayoría de las ocasiones, con gestos condescendientes y algún que otro manotazo al aire― todos los que en la puerta del patio de arrastre declinan el ofrecimiento. Lo que no es de recibo es que este impreso ―engendrado con tanto esmero y tan pocos medios que casi parece obra de artesanos, carente de toda intención recaudatoria o especulativa― no llegue a más gente, y no me refiero solo a los de un tendido. No digamos ya que se logre entregar uno de estos boletines a alguien con el poder mediático suficiente como para darle naturaleza de publicación fiable. Pongamos por caso, qué te diría yo, que Rubén Amón aceptase un ejemplar de esta “La Voz de la Afición”. Si hay un miembro de un gremio mediático ―el periodístico― aficionado a este vicio en vena― los toros― y que dispone de altavoz y retórica, Amón sería nuestro hombre.

Sí, ya sé, su ideario taurino descansa en las antípodas del nuestro, que en cuanto tiene ocasión se afana en emitir ciertos juicios de valor tensando un arco opinativo que abarca desde sus gustos geopolíticos (“Cuanto más vengo a La Maestranza menos me gusta Las Ventas”) hasta sus argumentos con reminiscencias casi místicas (“Por eso el 7 es una abstracción, o una categoría que identifica al aficionado cabreado y fundamentalista. Lenguaraz. Faltón. Y provisto de una extraordinaria resistencia, al límite del síndrome de Estocolmo”). Por esto mismo yo sí que alabo las propiedades redentoras de la lectura de este boletín ­­ya ves tú: ¿qué mal le puede ocasionar a nadie una docena de artículos firmados por aficionados? porque travestir cada poco a la Asociación El Toro de Madrid con el tendido del 7 es tanto (tan poco) como meter en el mismo saco al propio Rubén Amón y, un suponer, a Manuel Vicent, justificando que ambos son periodistas.

Porque, como fabulosamente sostiene Rubén Amón, el 7 es una abstracción intangible, el comodín del público, no sabes quiénes son, pero ahí están, un ente disperso pero muy socorrido contra lo que siempre se puede arremeter. El 7 es todo lo que pensamos en privado, pero no nos atrevemos a compartir en público; el 7 es el causante del cambio climático, el 7 es el cuñado en la cena de Navidad, el 7 es el perejil de todas las salsas, el 7 es el ministro Bolaños en todas las recepciones oficiales.

Y además, por qué no decirlo, se ha conseguido degradar el ritual de la corrida de toros hasta rebajarlo a la categoría de atracción de feria: se ha fomentado el ir a los toros ―concretamente a ese tendido maldito― para emboscarse entre la frondosa maleza de aficionados, y así poder rezongar allí cobardemente, cada uno sus miserias contra todo y contra todos, para luego poder jactarse entre colegas de que aquello del 7 “no es para tanto”.

Yo sé que aquí hozamos pantanosos terrenos de perpetua dicotomía moral, de si esta Asociación es el 7 o el 7 es esta Asociación, de si uno es causa y lo otro es efecto, o viceversa, y no se sabe qué fue antes, si el huevo de la Asociación o la gallina del 7, y esto los medios de comunicación lo manipulan con precisión suiza. Es como si las dos Españas de Antonio Machado quisieran todavía helarte el corazón, y siempre tienes que elegir: la España de los cánones clásicos y el toreo eterno que latirá indeleble en tu cabeza ya para siempre o la España de las Cánones, y las Nikon y las Kodak, que te inmortalizan un instante, pero te asesinan la emoción. O eres de parar, mandar y templar (como toda la vida de Dios) o eres del clavel, cubata y orejas (como el público de última hora). Todo chirría porque todo es excluyente.

No hace falta tener un teclado o una alcachofa para saber que ni todos los borrachos están en el 7 ni en el resto de la plaza se traga con todo. Es peligroso ser exigente en otros tendidos, camaleónico esfuerzo, casi una osadía: las miradas furtivas de los ocasionales, el alcohol como mecha que galvaniza la tarde, la vergüenza al qué dirán mis compañeros de abono si protesto un toro mutilado o una oreja injusta… a sabiendas de que existe un reglamento y una jurisprudencia en la Lidia que, más que para ser cumplidas y honradas, se demonizan sistemáticamente. Y, no lo duden, se seguirán empañando mientras haya algo que obtener a cambio.

Esto entronca meridianamente con lo que dejó dicho Albert Einstein de que la educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en la escuela. Esa españolísima y fea costumbre, ahora más vigente que nunca, de llevar la contraria por cojones o por razones, se acompaña del eco propagandístico de los medios que no disponen de más repercusión que el ser escuchados por los mismos de siempre, en los canales de siempre, azuzando al afín para conseguir que sus mantras endogámicos retumben dentro de su propio barco, como en esas pelis de romanos donde se ve a un centurión con un látigo en la bodega marcando el ritmo al que han de remar los esclavos.

La opinión es algo intrínseco en cada uno, más si cabe la que se emite en los toros. Todos tenemos la nuestra, pero exponerla siempre en público acarrea el peligro de quedar en ridículo. Tendemos a hacer uso de todo lo que está permitido, pero el reverso tiene otra lectura: que no te lo prohíban no significa que sea obligatorio. El criterio; lo que prevalece es el criterio. Si tú abogas por la pureza del enfrentamiento, de la lucha descarnada en el ruedo sin más artilugios que los inherentes a los adversarios, que cada combatiente disponga con garantías de su artillería, lo que no puede ser es que recule en mi criterio cuando torea el de mi pueblo o cuando viene Roca Rey. Porque la honradez se hace añicos cuando la damos categoría de capricho, la entereza moral de cada uno se empequeñece si la confeccionamos a la medida de según cada quién y cada cuándo.

Yo sé de miembros de esta nuestra Asociación que abjuran sin malencararse de todas las corruptelas que acechan a la Fiesta. Gente de bien, algunos incluso con hipoteca, otros con estudios superiores que escriben sin faltas de ortografía, también los hay a quienes en la declaración de la renta le sale a devolver. Y aun así son aficionados que o no están en el 7 protestando o sí están en otros tendidos demandando lo que está escrito en el Real Decreto 145/1996, de 2 de febrero, por el que se modifica y da nueva redacción al Reglamento de Espectáculos Taurinos. Se puede ser riguroso sin faltar el respeto; se puede ser un borracho sin tener ni idea de dónde está uno. Se aboga por el cumplimiento de la norma escrita y de unos valores tácitos. En defensa de la meritocracia, ya se ha escrito en alguna otra ocasión, no está de más desempolvar esta cita de Lord Kelvin: "lo que no se define no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre”. En algún sitio ha de sublimarse la virtud, si no existiesen Las Ventas habría que volver a levantarlas.

De momento, y hasta que algún periodista genuinamente mediático, quiera honrar el nombre de este boletín y dar voz a la afición, uno reparte el resto de los ejemplares que le quedan y al finalizar, con las manos en los bolsillos sin echarle cuentas a nadie, contrariado pero satisfecho , se perfila camino de su localidad tarareando, como un presagio, aquella tonadilla de Rocío Jurado que no se me va de la cabeza. Para empezar de nuevo.


lunes, 7 de febrero de 2022

Inicio de temporada

 





Texto originalmente publicado en la web de La Asociación El Toro de Madrid.



Lo bueno de la rabiosa actualidad es que no deja espacio para temas menores, asuntos triviales de poco recorrido en lo periodístico pero que en épocas de vacas flacas informativas lo mismo te vale para arremeter contra el gobierno que te sirve para que el becario escriba su primer artículo.

 

Ahora con temas sesudos como  la injusticia de la votación del festival de Eurovisión, o críticos en la agenda social como el desliz en el voto telemático de un señor de Cáceres en la reforma laboral, parece que los medios dan algo de tregua a los que nos gustan los toros, que de manera oficiosa empezamos este fin de semana otro capítulo más del culebrón de amor-odio que temporada tras temporada nos amarga y hace rabiar tanto o más que las alegrías esporádicas que a veces nos compensan tantos disgustos.

 

Aquí entra el juego el termómetro de afición que cada uno se calibra, no para todos los taurinos los toros se marcan en el mismo calendario, hay un traje a medida para cual. Para algunos el banderazo de salida es el callejón de Olivenza. Estos son los oficialistas. Luego están los clásicos, que empiezan la temporada en Castellón; están los morantistas que no descansan nunca, los capillitas que hasta farolillos no asoman. El mejor de todos es el mediático, que está en todos los saraos, pero se le desagua lo que ve por el sumidero de las redes sociales, que ahora lo que se lleva es compartirlo aunque no lo experimentes.

 

Para el resto nos queda Valdemorillo, Ajalvir cuando se da, que a veces puede más la nostalgia de ver toros en directo que el frío polar de latitudes ajenas. Allí todo suena distinto, huele a otra cosa: talanqueras enfilando las calles, charanga de bombo y vuvuzelas, fritanga de polígono industrial, explanada con carpa y caldito hirviendo.

 

Al final, no nos engañemos, nuestra imaginación es más potente que la realidad. Siempre sucede así: en lo más hondo y amable de nuestra memoria habita, hendido como una pica en Flandes, el recuerdo manipulado de un instante, una tarde, un algo que nunca jamás existió. Aplica para todo, pero en la cosa de los toros la vigencia de este autoengaño es norma: uno ya no sabe ni lo que vio, pero es más poderoso aquello que se quiere custodiar como imborrable, a sabiendas de que allí y entonces nada reseñable pasó. Un capote, a una mano, parando a un garlopo de salida. Un puyazo milimétrico en la yema. El parsote de banderillas en la cara del burel. Ahí va el medio pecho en el mismo embroque. Que la huela, pero que no la toque. La estocada, hasta los gavilanes.

 

Nada de eso sucede, y cuando emana se queda ahí; se suda ahí, se llora ahí, y luego es imposible reproducirlo en palabras, obras u omisiones, por mucho empeño que uno ponga.

 

Yo por si acaso he desempolvado lo que guardo. Mi patria cabe en una bolsa de playa, ahí hiberna mi ecosistema de aficionado, en ella alojo dos almohadillas combadas por la piedra del tendido, una bolsa a medias de pipas ya rancias, unos prismáticos del Decathlon para poder protestar con razón el golletazo infame o el pantallazo que se hace con la muleta, también tengo ahí el último y macilento programa de mano, emborronado de anotaciones.

 

Revisando esas notas encuentro escrito aquello que Gregorio Corrochano le dejó escrito a Gitanillo de Triana:

 

-          Dime, Curro Puya, ¿se te para el corazón cuando toreas? Porque ayer creo que se paró el mío viéndote torear.

 

A ver cuántas veces se nos para el nuestro este año.


domingo, 26 de septiembre de 2021

Nuestro nuevo tieso favorito



                                                                   

 


El azar, que siempre pierde ante la primacía de la certeza, ha querido que sigamos este verano, en vivo y telemáticamente, las bizarrías de Isaac Fonseca,  y aunque estas palabras informales son fruto de una conversación a cuatro regresando en coche de ver a nuestro nuevo tieso favorito en Cenicientos (y quizá también de dos o tres parrafadas compartidas con aquellos y otros íntimos por guassapp) hoy que Isaac estará como el coronel, sin tener a nadie que le escriba, sirvan estos dos párrafos para apuntalar lo que una vez ya dejó escrito T. S. Eliot:

 “esta dedicatoria es para que la lean los demás:

estas son palabras privadas que te dirigimos en público”.

 

Yo no sé si creerlo, pero la leyenda rural afirma que se hizo torero, o se desloma por serlo, exclusivamente para comprar una lavadora a su abuela. Realismo mágico aparte, no parece que esa ofrenda a la yaya sea para hacer la colada del terno azul pobreza y oro que lsaac ha ajironado justo hasta ayer. Se lo habíamos visto tantas veces, desvaído y sin brillos, que las luces de su traje parecían estar siempre con la última raya de la batería: ahí también había algo de pobreza energética. Pero ese terno, que se soldó como una epidermis más, le ha hecho alumbrarse (aunque fuese en horario valle) como un superhéroe de la Marvel, que de civil y comprando lavadoras tiene nombre y apellidos,  pero por lo criminal (desde Villaseca hasta los circuitos efeteleros)  se podría anunciar con un sustantivo en inglés que irremediablemente terminase en el sufijo man.

En una de esas digresiones entre íntimos salió el nombre de Plá a colación, porque de la divagación literaria surgió el teorema para explicar a Isaac: “la desgracia es literalmente inevitable y cuando aparece, por la razón que sea, su excepción, la suerte, su presencia nos inunda de luz inusitada y maravillosa, es algo que tiene el frescor de la sorpresa; es una propina”. Y Fonseca, que tiene más de Frijoliito de culebrón que de novillero con apoderado famoso, ha fundado una religión secular, una Ilíada de andar por casa, la cual se cifra en un recato menesteroso al verle pasear orejas y trofeos por esos templos laicos del torismo que pareciera más, con el mismo pudor y modestia, que está pasando el cepillo en la parroquia de su Morelia, Michoacán. 

Ayer estrenó terno, pero jubiló su épica, y se nos apagó otra luz (más pobreza energética), el faro al que seguir aunque sea para naufragar de nuevo. Aún hubo tiempo de sacar a relucir otro hito más: en Cenicientos brindó el último de la tarde, sin alcachofas del Plus de por medio, a dos chavalines que no paraban de hacer trastadas en la primera fila del tendido vacío. No se oyó lo que les dijo, parecía más que pedía perdón y no permiso, puede que los niños ni supiesen lo que se les estaba ofreciendo, pero nosotros sí que estuvimos cavilando, en el camino de regreso, sobre aquellas palabras privadas que Isaac, como el poeta, quiso susurrar en público.



miércoles, 4 de agosto de 2021

El diván de Morante



Lo de Simone Biles lo lleva padeciendo Morante veinte años. Tener que reivindicarte una y otra vez, rondar siempre la excelencia delante de haters y advenedizos, aliñado todo ello con una salud mental porcelánica, ya tienes ahí la pócima que legitima a los eruditos de las redes antisociales, cuñados de la nadería, jugar a ser leyendas con el arte de los demás, que es otra forma de ponerse los cuernos ellos mismos.

Ahora al cigarrero le ha dado por reinventar la geopolítica ganadera, trazando un atlas de encastes vaciados y ganaderías a punto de descarrilar. Es decir: construir un castillo de naipes invencible sobre las ruinas de aquella estafa piramidal que el propio José Antonio, de consuno con otros iguales, había estado patrocinando. Lo que encabrona al aficionado de hormigón ardiendo y cerveza templada es ver que si alguien tenía condiciones, si alguien ha tenido la exclusiva del “puedo, pero no quiero”, si había alguna posibilidad, por remota que fuese, de que alguien frotase la lámpara maravillosa del toreo que no muere, ése es Morante. No se sabrá nunca si ha estado fingiendo todo este tiempo o le hemos estado engañando nosotros a él, convenciéndole de que con el duende era suficiente, que la esencia del momento le valdría la eternidad.

Adviértase la dicotomía en su diván: a un lado del ring de su tauromaquia aguarda la afectación belmontina, y al otro el pálpito gallista (pero ojo, que si José Antonio coquetea con la Alameda entonces su espejo no es José, sino Rafael). De Joselito ha pirateado el moquero en la chaquetilla y le ha sisado el escritorio labrado en madera. Del Pasmo ha tuneado el toreo cambiado y de ochos, el de expulsión, que es con el que uno se alivia cuando asoma la jindama.

A Morante no es que le haya dado una ventolera o un aire, en puridad su derecho de autodeterminación es un cambio climático en sí mismo, y así ha logrado que en 2021 se reverbere lo que ya en 2008 dejó escrito Gistau de otro que tal baila: “Hay quien diseña el verano errante clavando en un mapa una chincheta sobre cada ciudad en la que torea José Tomás, y estos seguidores constituyen una cofradía con conciencia de sí y memoria de platos y tragos”.

Vamos los negacionistas del morantismo por la Españita de Antonio Díaz mendigando su descalabro ―como esos duelistas de Conrad que se provocan tozudamente por todos los rincones sólo por el purito placer de hacerse daño― enumerando de carrerilla todos sus malditismos, sus espantás, quedando patente que los que le juramos odio eterno a su toreo moderno sabemos más de su hemeroteca que los panenkitas taurinos de patillas-hacha y poleras de Scalpers.

Cuanto más analizamos a Morante más nos explica él quiénes somos nosotros, sin saber aún qué fue peor, si el haberle consentido todo o la malversación de un talento así.



jueves, 11 de mayo de 2017

¡A los toros! (según Joaquín Vidal)


Empezó la Feria de San Isidro y todo el mundo quiere ir a los toros. Quizá se exagera: hay quienes ni ahora ni nunca irán a los toros, pues se lo impide su religión. Pero, salvo ésos, Madrid entero, más los vecinos de la Comunidad y provincias adyacentes, aspiran a ir a los toros durante la feria. Y es un problema, porque en la plaza de Las Ventas no cabe tanta gente. Los que desean ir a los toros en la feria recurren a las amistades. Quieren un par de entradas para cualquier día, les da igual. Aunque no exactamente. Al decir "cualquier día" se refieren a aquellos en los que toreen Joselito, Ponce y Rivera Ordóñez, mejor si están los tres juntos en el cartel. Y las entradas, que sean buenas, cerquita del ruedo, preferentemente donde se suelen poner los famosos.
Los aficionados de siempre tienen sus reservas ante tanta expectación. Los aficionados de siempre, llega San Isidro y se hacen cruces, temerosos de lo que se les viene encima. Allí, una masa desinformada y arbitraria cuya única aspiración es ver muchas orejas, y que impondrá en el tendido su triunfalismo por la fuerza de la superioridad numérica. Este público triunfalista se pasa la tarde aplaudiendo. Empieza en cuanto suena el clarín y ya no para hasta que arrastran el último toro. Recuerda mucho al de los conciertos. Uno -que le tiene ley a la música sinfónica y ha ido lo suyo al Real y al Auditorio- no recuerda haber asistido jamás a un concierto en el que, al acabar, no se viniera abajo la sala de aplausos y de vítores. Se supone que alguna vez errará el contrabajo, entrará a destiempo el fagot, se descuadrarán los violines. Pero da igual. Concluida la pieza, estalla una ovación que funde el misterio. Y el director ha de salir a saludar cinco, seis, diez veces, y cada vez le da la mano al concertino, y se descoyunta a reverencias.
Los madrileños están de un aplaudidor subido, y en esto también se nota lo que han cambiado los tiempos. Antaño los madrileños les infundían un respeto imponente a los artistas, que habían de hilar fino; en el concierto, no desafinar; en la corrida, no meter el pico de la muleta, por lo que pudiera suceder. Una vez, en el viejo coso de la calle de Alcalá, porque los toros salieron malos, el público se fue a quemar conventos. La posguerra vino con mucha hambre, pero también con mayor moderación. En lugar de liberar frustraciones quemando conventos, el público pronunciaba discursos durante la lidia. Solían empezar mentando al gerente de la plaza: "¡Don Livinio!". Y, a partir de ahí, el repertorio de cargos. Don Livinio Stuyck está siendo muy glosado estos días, pues creó la Feria de San Isidro, hace medio siglo. El orador principal de la plaza era El Ronquillo, un taxista abonado al tendido 7 al que llamaban así no por ofender, sino porque estaba ronco. Le seguía Juanito Parra, éste en la andanada del 8, que de ronco, nada: poseía una privilegiada voz de tenor y tenía más gracia. Ambos murieron ya, y los aficionados antiguos les echan de menos. También echan de menos a don Mariano y a la Tumbacristos, que no se han muerto; lo que se les ha muerto es la afición. Don Mariano dejó de ir cuando vio cómo sacaban por la puerta grande a un torero que había matado de un bajonazo. Se echó las manos a la cabeza, dijo "éste es el fin de la fiesta, que talle otro", se marchó y no ha vuelto a pisar la plaza. La Tumbacristos, por el contrario, jamás dijo esta boca es mía. Se sentaba en la andanada del 9, prietos los muslos, el bolso encima, monolítica y adusta, y a Juanito Parra le daba miedo. Influía el mote. Juanito Parra y muchos más creían que le venía de turbulentos episodios. Nunca supieron que se lo habían puesto don Mariano y su vecino de localidad, el coronel Echalecu, porque llevaba colgada del cuello una crucecita de plata, y, como era muy tetuda, la crucecita se quedaba horizontal encima de aquella enormidad. A la Tumbacristos acabo de verla sentada a la puerta de un centro de la tercera edad de la barriada de Las Ventas. Conserva el porte monolítico, los muslos prietos, la pechuga, la crucecita y el bolso. Estuve por invitarla a los toros. Pero la miré, me miró y, por la cara que puso, un elemental sentido de la conservación me indujo a seguir mi camino, silbando "El sitio de Zaragoza".

Joaquín Vidal, artículo publicado en "El País" el 13 de Mayo de 1997

lunes, 31 de octubre de 2016

Frascuelo en lo de La Orson





Cuando, remontando Tirso de Molina, atisbaron al del traje azul oscuro-mentón afilado, gafas de sol ochenteras, patillas curradas, y un flequillo que no llega a ser tupé - uno de los hipsters le suelta al otro:
-Mira tío, el Johnny Cifuentes. El de los Burning.
Y yo quería decirles que no, que era Carlos Escolar, Frascuelo, matador de toros, que vamos ahora a echar un rato con él, con los de La Orson, hipsters como ellos, postureo del fino, que lo underground ahora es el activismo taurino,  en una cava subterránea para más inri, en una bodega enterrada bajo tierra, como una timba furtiva . Como si lo proscrito nos atrajese únicamente porque quieren prohibirlo.
Pero veo a Frascuelo ganar el vano de la librería donde vamos a oírle hablar de toros, y me sumerjo como muchos otros en las bodegas de Madrid, dejando a los hipsters atusándose la barba y haciendo apuestas de cuántos de los Burning quedan vivos.
Con un vocabulario ya en desuso, con ademanes de puro castizo, acompasado por gestos que reforzaban un discurso conocido por todos pero ignorado por la mayoría, un discurso torero de palabras ya difuntas, con un silencio de ópera, Frascuelo nos transportó a un  tiempo que se paró hace cuarenta años,  y reconoció lo bonito que era  para él hablar de toros en un sitio así, “aunque parezca que estamos en un búnker de refugiados, como si fuésemos tránsfugas". Porque el toro, para él, es una expectativa, una manera de expresarse, y una fiesta de costumbres del pueblo español (“aunque la fiesta de los toros no es nacional, no lo olviden; la fiesta de los toros es de todo el mundo”) en un tiempo donde todos los niños querían ser torero, o boxeador o cura, tres cosas muy importantes  entonces, y que hoy no sólo están mal vistas, sino casi perseguidas.
“De muy chico yo ya iba a las capeas con mi padre, que era un fenómeno, en una bicicleta que él tenía. Con 12 años en Vaciamadrid fue mi primera vez: le pegué tres muletazos a una vaca- que eran las que arreaban-  y luego ella me tiró… que también fue mi primera vez. Por entonces conocí a un primo de la Pantoja, me llamó la atención su sombrero cordobés, conocía a todos, muy aficionado; fue el primero que me decía donde eran las capeas y así me inicié. Luego conocí a un banderillero que era muy conocido entre los taurinos, Calderón, que era familia del Calderón sevillano  que descubrió a Belmonte. Él me presento a los Álvarez, que fueron como una familia para mí, los que me empezaron a apostar fuerte y a ponerme en todas los carteles. Todo va sobre ruedas, y es ahí cuando se da uno de los puntos de inflexión de mi carrera: la muerte por accidente de Luisito Álvarez. Me paraliza, como un bloqueo. Pienso en dejarlo, al no estar ya Luisito conmigo. Entonces fue cuando  entré en la casa Balañá.  Don Pedro Balañá me convenció (en contra de su mala prensa, tengo que decir que don Pedro era un gran taurino. Con sus cines, sus teatros, pero era gran aficionado, llenaba más de una plaza en Barcelona simultáneamente. Lo que no le gustaba era lo que rodeaba a los taurinos, esa manera de “manejarse”. Pero yo tengo un gran recuerdo suyo). Entré todas las plazas de la familia, pero yo lo que quería era torear en todas las ferias. Y ahí apareció la Casa Chopera. Vicente Zabala ya lo había puesto en un titular en grande en ABC: “Frascuelo entra en la Casa Chopera”. Nunca olvidaré la noche que pasé en el tren desde Madrid a Barcelona, para explicarle a primera hora de la mañana a don Pedro el titular. Para mi asombro, don Pedro más que enfadarse, una vez más, se comportó como un señor, y entendió mi postura, dejándome la puerta abierta si las cosas con los Chopera no funcionaban. Y en el setentaycuatro tomo la alternativa en Barcelona, de manos  de Curro Romero, con un toro de Juan María Pérez Tabernero. El otro era Paco Alcalde, quien también recibía la alternativa. Yo ya estaba en figura, iba todo rodado, hasta que pasó lo del Bilbao: cornalón gravísimo, que me tiene parado un año. Y luego ya todo cambió…”.
Y ya no hubo más biografía ni más memoria de la trayectoria de Frascuelo. Es como si lo que vino después no tuviese importancia. Lo más reciente parecía lo más lejano. Y ahí Frascuelo, lacónico y entrecortado, ya sólo habló de su credo y de  su manual de andar por la vida como un torero:
“Ahora se hacen cosas técnicamente inimaginables, pero carecen de alma, y no llegan a los tendidos. Puede que eso explique muchas cosas”.
“Antes había hambre, no sólo por ser entrar en las ferias, también en los tentaderos,  era difícil incluso que te dejasen hacer tapia. ¡Incluso era difícil llegar a las ganaderías!  Yo le debo mucho a los trenes de mercancías. Incluso en los tentaderos había jerarquía, respeto. Ahora los chavales si no les gusta te dicen: ` siguiente vaca,  maestro´…”.
“Yo le llamo Napoleón. Conozco a Simón Casas desde que quiso ser torero. Y creo que puede traer ideas nuevas, porque las tienes. Un bombo donde se sorteen toros y toreros… y que me meta a mí en San Isidro, alguien nuevo y con ganas”.
“Las dos cosas más importantes de la vida son parir y darle seis muletazos a un toro en Las Ventas. Y yo sólo puedo hacer una de ellas”.
“No es lo mismo movilidad que desplazamiento. El toro de antes se desplazaba, y te aguantaba diez, luego ya no podías darle ni uno. Lo de ahora se mueve. Pero es otra cosa”.

Y así salimos de las profundidades del Madrid sepultado,  pensando en cuánto invierno nos durará el relamernos con la torería del decano, antes de que la realidad del día a día nos devuelva de un sopapo a esa realidad que nos anega día a día, la que diseccionó Frascuelo bajo la bóveda  orsoniana y clandestina de ladrillo visto.

Y los hipsters sin saber lo que se pierden.




jueves, 4 de agosto de 2016

Ya nadie habla de toros en los bares



Café Gijón, 1963




Este texto puede hallarse en el boletín de la Asociación El Toro de Madrid, "La Voz de la Afición", que tuvieron a bien publicar este recuerdo de adolescencia y una reflexión ya no de tan joven. Desde aquí les doy las gracias.

El boletín íntegro se puede leer pinchando aquí



De aquellos días conservo intacta la imagen de Efrén Acosta devorando un cuarto de cordero asado, arrellanado en la silla del restaurante familiar, como si estuviese sobre su montura de piquero listo para saltar al ruedo, rebañando un hueso con una mano y con su inseparable bote de chiles picantes en la otra. Recuerdo de él su tez aceitunada que delataba su origen, y su cuerpo orondo y chaparro como un tonel. Se alojaba en el hostal Matute, como tantos otros, y solía acudir a almorzar acompañado de la cuadrilla de Víctor Mendes. Todos, incluso los no aficionados, le conocían; todos sabían quién era Efrén. Allí no había censuras ni recelos, nadie se cuestionaba que ese mexicano  era un bloque de honestidad. Y cuando contaba alguna de sus peripecias la parroquia del bar se agolpaba para escucharle. Se entreveraban las anécdotas y las preguntas curiosas con las cañas de cerveza y las raciones de bravas, sin juzgar si estaba bien o mal lo que ese hombre contaba. Todo era espontáneo, nada forzado.

Una tarde Efrén no paró de evocar recuerdos suntuosos de sus logros como picador. Venía de triunfar en Valencia con Zotoluco, quien le brindó el toro que él mismo había picado, y tan a gusto se encontraba en la sobremesa que rememoró esos grandes momentos suyos, de cuando iba en la cuadrilla de Armillita, de lo mucho que lo idolatró, de aquella vez en México cuando cobró cuatro varas y fue obligado a dar la vuelta al ruedo sin descabalgar del jaco… Tampoco sabíamos que las dos entradas que nos ofreció entonces eran para la tarde de los victorinos en la Feria de Otoño, la que a la postre supuso que Efrén Acosta descollase como el mejor picador de ese año (de aquella tarde Joaquín Vidal escribió que la actuación del picador mexicano “fue de las que hacen época. Los tres puyazos que tiró, tendiendo la vara en el momento del embroque, aguantando de frente la acometida según establece la tauromaquia, causaron un inusual alboroto. El público en pie correspondía con sus ovaciones a una lección de toreo puro que para muchos era desconocido. Y, sin embargo, así se pica”).

Han pasado quince años de aquello; ahora ya nadie habla de toros en los bares. Nadie sabe quién es Perera, ni qué ganadería es Garcigrande. Ni que los toros tuvieron en 2014 un impacto de más de 3.550 millones de euros en la actividad productiva del país. O que la Administración Central recibe 45 millones por el IVA de la taquilla taurina y a cambio destina a los toros cero euros, frente al cine que aporta 27,7 millones por esa partida y recibirá ayudas por 60 millones. Hablar de toros en la calle, lo que era costumbre en la vida de barrio, ahora es una utopía. Ya no hay niños jugando al toro en las plazuelas. Nadie ajeno a la fiesta tiene la inquietud de entonces, curiosidad por preguntar, conversar sobre una corrida, y puede que en parte sea porque no hay nadie en un bar hablando de toros, o porque en el trabajo solo saben quién es Manzanares por la portada del Qué me dices.  Hemos dejado de actuar por instinto, como ciudadanos libres, esos a los que ampara la ley, y nos hemos entregado a la tarea de pedir perdón por albergar una resolución sincera y sin cadenas. Y aquella vida añeja, que es la nuestra, es la misma que hemos ido enterrando poco a poco.

Se nos ha desvanecido el tiempo enfrascados en censurar a Villasuso, en escribirle un libro a Urdiales, o en protestar porque el caballo sale al ruedo por esta o por aquella puerta. Nos hemos enquistado en entrar al trapo de las redes sociales, contra todo y contra todos, cuando toda la vida de Dios, frente al charlatán que insulta, uno ha pasado siempre de largo ignorándolo, y ahora le deslizamos una alfombra roja para que se siente con nosotros en el salón de nuestra casa. Los que pasamos por taquilla nos hemos empeñado en salvar la Tauromaquia allí donde hacen falta padrino y avaricia, pero nunca los aficionados se han sentido cómodos en los despachos. Nosotros somos los del barro, los curritos que arrimamos el hombro y salimos a la calle con el mentón en alto, esos que rechazamos ese sigilo que nos paraliza cuando confesamos que nos gustan los toros, lo que antes era cotidiano y ahora parece una provocación. Nos hemos pasado tanto tiempo hablando de ellos, los taurinos y los antis, que se nos ha olvidado hablar de nosotros. Se trata más de un decoro vital, de una manera coherente y dignísima de vestirse por los pies. Bastaría con entrar en el bar de debajo de casa y pedir al camarero una caña y el periódico, y abrirlo por las páginas de toros, por enflaquecidas que estén; sería más que suficiente con despedirse de las amistades con un saludo desde el tercio. Sería saludable convidar a ese buen amigo a una corrida, encastada a ser posible, sin miedo al paralizante "qué dirán". Ser naturales, y dejar de aparentar serlo. Quizá esa desidia nuestra, esa dejación en las funciones del aficionado de a pie, como creyendo que mientras lo supiésemos nosotros ya era suficiente, ha hecho que se evaporase lánguidamente aquella inquebrantable fuerza de la costumbre. Hablar de “normalización” es reconocer que somos extraños, darles todas las ventajas a los demás. Hemos visto a tantas veces la paja en el ojo ajeno que no somos capaces de reconocer que nosotros también estamos llenos de complejos.


De aquella tarde exuberante en Valencia, de la que únicamente se salvó el toro que Zotoluco brindó a Efrén Acosta, nos dejó escrito Joaquín Vidal esta sentencia: “Y así está la fiesta, de vacía y monótona, con un futuro oscuro y problemático como el reinado de Witiza”. Quince años después el destino sigue escrito. Puede que sea hora de salir otra vez a la calle, y empezar a creernos que los raros son ellos.